En el convulso mapa político de América Latina, la voz de José “Pepe” Mujica ha resonado con una autoridad moral difícil de igualar. No por ocupar cargos de poder o levantar banderas partidarias, sino por hablar desde la coherencia, la ética y una historia de lucha por la justicia social. En este marco, su posición crítica y solidaria frente a la deriva autoritaria del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo en Nicaragua representa una toma de postura profundamente ética, que interpela a la izquierda latinoamericana a no traicionar sus principios en nombre del poder.
La ética como brújula
Pepe Mujica conoce en carne propia lo que significa la lucha revolucionaria, la cárcel, la persecución política y la construcción democrática desde abajo. Por eso, cuando desde Nicaragua se persigue a voces disidentes, se encarcela a líderes sociales, se exilia a estudiantes, campesinos, sacerdotes y periodistas, Mujica no ha dudado en tomar posición. “No puedo callarme frente a lo que ocurre en Nicaragua”, expresó públicamente en 2021, durante una ola de represión que incluía el encarcelamiento de casi todos los candidatos opositores en vísperas de las elecciones presidenciales.
Su gesto no fue simplemente un acto de denuncia, sino de consecuencia histórica. Mujica entiende que la defensa de los derechos humanos no puede ser selectiva. Que la izquierda que calla ante la represión, cuando esta proviene de gobiernos que se autodenominan progresistas, pierde su alma y su legitimidad.
Una solidaridad que no es geopolítica, sino humana
Mujica no habla desde los intereses geopolíticos, ni desde el cálculo diplomático. Su solidaridad con el pueblo nicaragüense es la que nace del dolor compartido, del respeto a la dignidad humana y de una ética política que no justifica el autoritarismo, venga de donde venga. En este sentido, Mujica ha sido uno de los pocos líderes históricos de la izquierda que se ha atrevido a romper el silencio frente al régimen de Ortega, sin caer en los discursos simplistas de la derecha, pero tampoco escudándose en la retórica antiimperialista para justificar lo injustificable.
Este posicionamiento es vital en un continente donde muchas fuerzas progresistas han caído en la trampa del relativismo ético. Mujica, por el contrario, nos recuerda que no hay revolución válida si no se construye sobre la base de la libertad, el pluralismo y el respeto a la vida.
Un llamado a la coherencia
El valor de Mujica no reside solamente en lo que dice, sino en quién lo dice. Su historia de vida le da autoridad para hablar de derechos humanos, de lucha revolucionaria y de democracia. Y desde esa autoridad, su llamado a la izquierda latinoamericana es claro: no se puede ser cómplice de la represión. No se puede justificar la cárcel para quien piensa distinto. No se puede hablar de justicia social mientras se pisotea la dignidad de un pueblo.
Su ejemplo interpela especialmente a las nuevas generaciones, a quienes buscan una política con sentido ético, sin dogmatismos, sin caudillismos, sin pactos con la impunidad. Mujica representa esa rara coherencia entre el decir y el hacer, entre el ideal y la práctica, entre la lucha y el respeto a los derechos humanos.
Un legado para Nicaragua
En Nicaragua, donde muchas voces han sido silenciadas, el gesto solidario de figuras como Mujica ha sido un aliento y una forma de romper el cerco del aislamiento. Su voz ha contribuido a visibilizar la causa de un pueblo que resiste y sueña con una democracia verdadera, inclusiva y participativa.
El legado de Mujica no es una receta, ni un modelo a copiar. Es una brújula ética que nos recuerda que la política tiene sentido solo si está al servicio de la vida. En tiempos donde el poder se ejerce con violencia y miedo, la humildad valiente de Mujica ilumina otro camino posible: el de la justicia sin represión, el de la libertad sin exclusión, el de la revolución sin traición.


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