Por la avenida caminaban las madres con el pecho abierto y las lágrimas secas de tanto clamar justicia. Era el Día de las Madres, pero el cielo nicaragüense se vestía de luto anticipado. Lo que debía ser una jornada de amor y memoria se convirtió en una carnicería estatal. Fue el 30 de mayo de 2018. Y Nicaragua no olvida la masacre ejecutada por la dictadura de Ortega y Murillo.
Las madres que marchaban por sus hijos
Aquel 30 de mayo, mientras en otras casas se cocinaban sopas con olor a infancia y se escribían cartitas temblorosas con crayola, las madres de Nicaragua marchaban por algo que ninguna madre debería exigir: justicia por sus hijos asesinados.
Era la “Marcha de las Madres de Abril”. Multitudinaria. Mítica. Incontenible. Un río humano con rostros duros y corazones rotos. Pedían justicia por los jóvenes asesinados en las protestas que estallaron en abril de ese mismo año, cuando la indignación contra el régimen de Daniel Ortega tomó las calles con furia y esperanza.
Pero el poder, cuando se siente acorralado, responde con plomo.

El Estado como verdugo
El reloj marcaba poco después de las 4:00 de la tarde. La marcha había partido desde la rotonda Jean Paul Genie, en Managua. La gente cantaba, lloraba, gritaba nombres: «¡Álvaro! ¡Cristian! ¡Darling!» Cada nombre era una herida, una vida cercenada por balas que no eran perdidas, sino perfectamente dirigidas.
De pronto, el infierno.
Francotiradores desde edificios. Tiros certeros. Balas de guerra. Policías y paramilitares armados hasta los dientes disparando a matar. Lo que empezó como una marcha pacífica terminó como una escena de guerra sin cuartel. Gritos. Sangre. Corazones destrozados.
Ese día, al menos 19 personas fueron asesinadas, entre ellas varios adolescentes. Más de 200 resultaron heridas. El gobierno culpó a “grupos violentos”, pero los testimonios, videos, y el silencio ensordecedor de la verdad oficial gritaban otra cosa: fue una emboscada del Estado.
Testimonios que arden
“Vi cuando le dispararon en el cuello a mi hijo. Cayó frente a mí, no pude hacer nada”, relató una madre, con el rostro endurecido por el trauma y los ojos ardiendo como volcanes. Ella no busca venganza, solo quiere la verdad. Pero en Nicaragua, la verdad es peligrosa.

Desde entonces, muchas de estas madres se convirtieron en activistas. Fundaron colectivos como las Madres de Abril, un faro en medio de la oscuridad oficialista. Buscaron justicia en la OEA, en la ONU, en cada rincón donde aún se escuche la palabra derechos humanos.
Pero la justicia camina lento y en Nicaragua, la impunidad corre a caballo.
Memoria como trinchera
A siete años de aquella masacre, el país sigue partido. Ortega sigue en el poder, más autoritario, más cerrado, más paranoico. Muchas madres están en el exilio, otras fueron presas políticas. Algunas murieron esperando una justicia que nunca llegó.
Pero la memoria resiste. El 30 de mayo se convirtió en una fecha sagrada para el pueblo. No como una efeméride oficial, sino como un canto clandestino. Una llama que arde bajito, pero no se apaga.

Porque nombrarlos es volver a alzarlos
Cristian, Álvaro, Junior, Faber, Marlon, Darwin…
No eran terroristas. No eran criminales. Eran estudiantes. Eran hijos. Eran el futuro.
Y hoy, nombrarlos no es solo un acto de recuerdo: es un acto de rebelión. Porque en un país donde la historia oficial es mentira, contar lo que pasó es sembrar verdad. Porque mientras haya alguien que narre esta crónica, la masacre del 30 de mayo no podrá ser borrada del alma nicaragüense.
La memoria no muere. Solo espera.
Y mientras espera, nos toca contar, cantar, llorar, marchar.
Hasta que la justicia no sea una utopía, sino un derecho.
Hasta que las madres no tengan que marchar por sus muertos.
Hasta que Nicaragua vuelva a ser libre.


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