Cada 12 de octubre, las plazas de España se llenan de banderas, desfiles militares y discursos sobre “la grandeza compartida de la Hispanidad”. Se repite una narrativa que intenta envolver cinco siglos de violencia en un velo de unidad cultural y herencia común. Pero frente a esa celebración oficial, surge inevitable la pregunta: ¿de qué hispanidad nos hablan?
Porque en el corazón de América Latina, ese día no se celebra el “encuentro de dos mundos”, sino la memoria de la invasión, la esclavitud y la resistencia.
El 12 de octubre no es el nacimiento de una identidad compartida, sino el inicio de un sistema que impuso la cruz y la espada como sinónimos de civilización.
Los pueblos originarios recuerdan que no hubo descubrimiento, sino despojo. Que la conquista no fue un acto heroico, sino el comienzo de un orden que les arrebató la tierra, la lengua y los dioses. Que en nombre del progreso se justificó la muerte y la servidumbre de millones.
Y junto a ellos, la población afrodescendiente, traída a la fuerza desde África, también carga el peso de una historia escrita desde el látigo. Esa es la otra cara de la “Hispanidad”: un continente fundado sobre la sangre y la resistencia.
Pero el colonialismo no se quedó en los barcos ni en los virreinatos. Hoy adopta formas más sutiles y persistentes.
El extractivismo que arrasa territorios indígenas en la Amazonía, la minería que envenena ríos en Centroamérica, los megaproyectos que desplazan comunidades enteras, los tratados comerciales que imponen hambre y dependencia: todo eso es colonialismo con rostro neoliberal.
Es la misma lógica del saqueo, solo que ahora se hace con traje, corbata y financiamiento del FMI.
También existe un colonialismo cultural, que nos enseña a despreciar nuestras raíces, a blanquear los apellidos, a confundir modernidad con sumisión. Se nos educa en un español que excluye las lenguas originarias, en una historia que glorifica al conquistador y reduce al indígena a folclore.
Incluso la espiritualidad ha sido colonizada: se nos dice que lo sagrado viene de Europa, mientras los dioses de la tierra y el fuego fueron condenados al silencio.
Sin embargo, en cada esquina de América Latina persiste la resistencia.
Resistencia que se expresa en las mujeres indígenas que defienden los ríos, en los pueblos afro que levantan su tambor como memoria, en los campesinos que recuperan la tierra, en los jóvenes que marchan contra el olvido.
Resistencia que también es palabra, canción y ritual: porque recordar es una forma de insurrección.
Por eso hoy, más que celebrar una “Hispanidad”, habría que reconocer las heridas abiertas del colonialismo y honrar a quienes siguen de pie frente a sus nuevas máscaras.
No se trata de negar los vínculos entre América y España, sino de despojarlos de su falsa armonía. De entender que la verdadera comunidad no nace del dominio, sino del reconocimiento mutuo y la justicia histórica.
El 12 de octubre no es un día de orgullo imperial, sino una fecha para mirar el pasado sin romanticismo y el presente sin ingenuidad.
Porque mientras exista un pueblo despojado, una lengua silenciada o una cultura oprimida, la colonización no habrá terminado.


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